Escrito por: Osviel Castro Medel
Es como si soltara chispas en cada palabra, como si sus 101 abriles le dieran impulso para el verbo y las anécdotas, esas que desgrana con un acento revelador de su cuna en el sur de Haití.
René Richard Morpeau habla con los ojos, abre el pecho, suelta sinceridades que punzan. Por eso y más no es extraño que se haya convertido en una celebridad más allá de La Escondida, el lugar donde vive desde 1978, en las serranías de la Sierra Maestra.
¡Cuánta caña deben haber desbrozado sus manos! ¡Cuánta tierra ha de haber horadado para sembrar más que plantas! ¡Cuántos días le ganó el pulso al reloj!
«Yo me monté solo, ¡solo!, en un avión a los 92 años, quería ir a mi tierra. Pedí a mi Dios que no me pasara nada y así fue», me relata con orgullo este hombre, nacido el 29 de julio de 1922.
En ese viaje a Haití encontró a pocos familiares, pero le sirvió para avivar el ardor por la tierra de sus raíces, de las que siempre ha hablado orgulloso, especialmente a sus ocho hijos.
No había retornado a su patria de origen desde que en 1958 sudó a mares en una zafra junto a otros cinco compatriotas suyos, a quienes les decían «los diablitos» por su habilidad para trabajar, que vinieron a Cuba buscando salir de la precariedad en la que vivían.
«Vine en el 52 (se refiere a 1952), pasé un tiempo en Vertientes picando caña, me fui y volví ya pa’ quedarme», me cuenta en un español en el que omite de vez en cuando las eses, pero perfectamente entendible.
Primero se estableció en Pinalito, otro lugar muy apartado, en las actuales serranías granmenses, donde vivió las angustias del ciclón Flora (octubre de 1963), que lo llevaron a pensar que «nunca escampaba» y a comprender mejor el privilegio de vivir, pues vio cómo, tras las intensas lluvias, un alud sepultaba a un amigo.
«Hay que vivir sin mirar pa’ atrás, viejo», me dice recostado en un taburete de su modesta casa, a la que se llega cruzando un río delgado y cristalino.
Desde La Escondida no ha dejado de tejer sombreros, una habilidad que conserva a los 101 años y que provoca la admiración de sus vecinos. Tampoco se ha olvidado de los cantos ancestrales aprendidos en su tierra natal, razón que lo llevó a crear el grupo Los Richard (con algunos de sus hijos), que se ha presentado en distintos eventos culturales, incluyendo la Fiesta de la Cubanía, en Bayamo.
Tiene historias de su infancia dura, conserva papeles amarillentos que testimonian sus orígenes, habla de Cuba con un amor infinito porque aquí aprendió a empinarse.
René, cuyo nombre original era Jean, se duele por la partida, hace siete años, de su esposa, llamada Francisca Losí Arjona, con quien fundó una familia a la que inculcó valores de honestidad y trabajo.
«Yo nunca he dejado de trabajar porque es lo que me gusta. Nunca me he sentado a mirar. Aquí tengo sembrado de to’ lo que pueda: yuca, frijol, boniato…», me explica mientras enseña su pequeño patio.
Los secretos de su longevidad están en una alimentación sana, en vivir en el campo y «en hacer el bien», según su propia confesión.
Lamenta que sus hijos y sus 14 nietos no puedan hablar bien el creol, el idioma que domina a la perfección, aunque bromea expresando que tal vez todavía le quede tiempo para enseñar.
«Viviré el tiempo que quiera Dios», sentencia mientras sonríe y se le encienden los ojos, unos ojos que reafirman que un siglo y un año no pueden caber en estas líneas.