Tomado de: De Manzanillo (Boletín Cultural) No.22
Escrito por: Virginia de la Caridad Fernández Fornaris.
Los recuerdos se remontan a mi época escolar; llegan al correo y se detienen en la breve figura de un anciano ciego con sombrero, bastón y, colgando del brazo, una bolsita como estuche de sus instrumentos musicales. Estos eran una armónica y una latica que, tocada con un pedacito de madera, le servía de percusión. Paulino era su nombre. Día tras día, se le podía encontrar junto a la puerta del lugar cantando y esperando la ayuda que la sensibilidad humana le hiciera llegar.
Con extraordinaria habilidad tocaba la armónica, la latica y cantaba logrando una forma de interpretar que sólo se parecía a sí misma. Su repertorio lo componían canciones de la trova tradicional cubana y guarachas picarescas que resultaban divertimento y reclamo de muchos jóvenes. Cuentan que su recorrido comenzaba por la cafetería 1906 y que los viernes lo hacía con una invitación especial, “señores, cooperen, que hoy es viernes, día de carne, y Paulino quiere comer”.
Por aquel tiempo yo cursaba el sexto grado muy cerca del correo, en el segundo local de la entonces primaria Paquito Rosales. Con el paso a la secundaria y luego al preuniversitario en el campo, me alejé de allí y no volví a verlo, ni supe más de él hasta que leí un artículo que la revista Revolución y Cultura le dedicó para regocijo de mi orgullo manzanillero.
A su inspiración se deben las canciones “Deuda externa”, “El Puntillazo”, “Cuba es un eterno verano”, “Un palito en el agua”, “La perra y sus perros”, “Los mangos de Niquero”, así como la dedicada a las populares talúas de los carnavales. También amenizaba fiestas infantiles por encargo de familiares o amigos, que recuerdan cómo entonaba “El gato y el ratón” para los pequeños. En las tardes, recibía en el patio de su pequeña casa de la calle Loma entre General Benítez y Caridad, a Niña la Rosa y Mario, integrantes del trío de Niña y a Sergio (Titín) Barrios, que iban a cantar con él. Allí era atendido por su hermana Caridad, una de los ocho hijos de Adolfina Leyva, su madre.
Testimonios e investigaciones recientes me han permitido conocer que participó en un paseo de carnaval organizado por la Casa de la Trova, junto a varios trovadores montados en un coche de caballos con la vestimenta típica de la ocasión. Cantó en Radio Bayamo y compartió con Manolo del Valle por mediación de la Casa de la Cultura. El maestro Wilfredo Pachi Naranjo instrumentó el pregón “Caserita”, hecho por Paulino a encargo del dueño de una fábrica de dulces de la ciudad.
No tengo idea de cuándo dejó de venir al correo. Ni cuál fue la causa de su muerte en enero de 1992, al parecer deprimido por la separación de Caridad, su ángel, que se había mudado a La Habana e intentó infructuosamente llevar a Paulino a la capital, de la que él regresó por no poder adaptarse.
En el Museo Municipal se encuentran las armónicas que Celia Sánchez le regaló, sombrero, bastón, las distinciones que recibió en 1985 y 1988 por su contribución a la cultural tradicional y al movimiento de artistas aficionados y el Pergamino de la Ciudad, otorgado a este músico singular en 1991.
Pau, como algunos le llamaban, solía decir “mi pueblo es muy grande y yo camino con los ojos de mi ciudad”. Hoy, que ese pintoresco manzanillero ha regresado de la mano de mi memoria, quiero hacer de estas líneas un homenaje y decirle trovando, “…aún guardo las dos blancas azucenas en mis recuerdos…”