Escrito por: Diana Iglesias Aguilar
Se siente el susurro del miedo en medio de la noche, y la rabia del agua que baja con fuerzas por un cauce estrecho y cansado que se va ensanchando de forma muy brusca.
Al salir el sol el panorama es desolador de un lado y otro del río Jiguaní (río de oro en lengua aborigen), quedan las marcas de la ira (de Dios o la naturaleza). Miles de desechos hechos jirones penden de las ramas doblegadas por el agua, de las raíces descubiertas por la corriente, de los más insospechados objetos removidos desde el cimiento y arrojados decenas de metros más allá de dónde un día fueron útiles.
El llanto no aflora, es mucho el impacto. Hay lodo, fetidez, muebles inflados, colchones enchumbados en el agua pútrida que ningún sol habrá de curar.
Pero lo peor es la gente: callada, cabizbaja, con dolores. Si hablan es para suspirar la desesperanza. ¡Esto en estos tiempos! Se repite una y otra vez.
Muchos perdieron algunas cosas: otros ¡todo! No hay diferencia, el sentimiento de desamparo, de incertidumbre, de orfandad no puede medirse en una pesa. Una mujer llora y me abraza, ella trata de salvar la memoria de la familia, fotos, libros, recortes salen a la acera a solearse.
Un grupo de hermanos de fe se abrazan y baten el lodo que inundó la vivienda más vulnerable. Los convoca el amor por su semejante. Tampoco lloran, sus manos no descansan. Uno dice que se quiebra y otros lo besan.
Se me fue todo, me dice una mujer….cómo se verá ahora sin creyones de labios, sin la colonia que le regalaron bajo la cabeza y no imagino el mundo femenino sin color ni olor. Es una desgracia.
La madre lava la ropa, son sacos y sacos de piezas llenas de barro pestilente, las manos se pierden en el agua turbia, en el cordel ya están a salvo las toallas. Nadie ha comido hoy y es hora de almuerzo.
Hay una olla humeante allá arriba, me señalan y en una humilde morada una abuela y sus nietos aderezan un caldo con sustancias para los vecinos, lo ofrecen gratis. ¡Pruébelo! Me dicen. Está sabroso, sabe a gloria. No hay mucho dentro de esa casa, pero los corazones de esa gente son refugio para los hambrientos.
Otras manos lavan ropa ajena, vienen los amigos a ayudar. Un escritor piensa en el primer libro de su maestro y feliz de salvarlo de podrirse en el agua lo extiende a la luz: hay esperanza en la palabra.
El paseo público ha quedado limpio, allí el fantasma de la barbería. Debajo de los puentes las huellas del desastre, también escondidas en los pechos de los que no lloran y sacan los muebles al sol, cómo asomando un último rezo en la capilla sin Virgen María.