Escrito por: Diana Iglesias Aguilar
Hay personas en la Historia que quedan relegadas, condenadas como en un segundo plano, aun cuando fueron protagonistas, activistas, empujaron acontecimientos trascendentales, o aportaron en algún renglón de la vida humana.
Es la historia de un hombre que merece el reconocimiento del pueblo cubano, porque es uno de los que animó, empujó, apoyó a la generación de los padres de la nación, y quizá como ellos pueda considerarse también autor de la nacionalidad, pues dio vía a sucesos medulares, y más aun, en su día a día demostró amor por Cuba y los cubanos, compasión por los más humildes y puso en juego su rol religioso para defender la identidad nacional naciente, además de animar con su palabra y actos a la generación de 1868.
El sacerdote Diego José Baptista Rodríguez de Orellano, nacido en Bayamo en 1778 hijo del archivero de la Iglesia, la familia que le legó propiedades, numerosas caballerías de tierra en la zona de El Dátil, fincas rusticas prósperas, que lo hicieron en un momento el quinto tributario más importante de la región, cálculos que se hacían por la cantidad de tierras y las producciones que de ella salían.
Ser sacerdote, como abogado, era de las más prestigiosas profesiones de la época colonial, como ser militar, con lo que se aseguraba un respeto y poder. Pero Diego estudia sacerdocio con verdadera devoción.
Nace en la otrora calle San Juan hay una tarja que recuerda donde estuvo su casa natal, hoy calle José Martí, donde está el registro civil, entre José Antonio Saco y Cacique Guamá.
Tuvo el sacerdote una larga vida, 98 años, pues muere el 14 de febrero de 1876 en Santiago de Cuba, de consunción, que quiere decir agotamiento, debilidad, delgadez propia de la edad y el desgaste cronológico.
Pero ni siquiera su larga edad le perdonaron los españoles, una acusación de infidente luego de la quema de Bayamo, por el Conde de Balmaseda, lo lleva a Santiago de Cuba donde los españoles detienen el proceso por temor a ser inculpados por el párroco que sabe muchas más cosas de las que puede decir.
Desde octubre de 1815 es cura rector y capellán de la Iglesia Parroquial Mayor de Bayamo, desde allí se gana el aprecio de las familias poderosas por su discreción, también por su talento y devoción religiosa, así como la oratoria encendida, en cada eucaristía o reunión, su piedad en las visitas a enfermos y consejos oportunos a todos. Era un hombre del servicio al prójimo, sin dudas.
Sin embargo las ideas reformistas de principios del siglo XIX le salían por encima de la ropa eclesial. Era innegable su amor por la tierra, y el disgusto que le provoca el exceso de autoridad española sobre Cuba.
Perucho y Manuel Muñoz van a verle en los días previos a la fiesta del Corpus Christie, del año 1868. El sacerdote debe saber lo que pasará en la procesión a donde acudirán las máximas autoridades españolas, y él consciente en que la banda que dirige el maestro de obras, interprete aquella melodía a todas luces nada sacra.
Esa es una de las tantas acciones valiosas, permitir que se interpretara la música de La bayamesa en plena iglesia y luego la procesión, si eso no hubiese pasado el curso de la historia fuera diferente. Otro hecho ocurre a la llegada de Carlos Manuel de Céspedes triunfante en octubre de 1868, lo recibe, como recibe a cada uno de los soldados cubanos en la iglesia a escuchar misa, donde les anima a pelear por la libertad de Cuba.
Unos días después, el 8 de noviembre, el cura bendice la bandera, a los máximos lideres, y se deja escuchar el canto, esta vez con las voces de doce bayamesas, el momento queda inmortalizado en la pintura mural del dominicano Luis Desangles que se encuentra en el arco superior antes del altar mayor de la hoy catedral de San Salvador.
Muchas anécdotas tiene José Baptista, una calle lleva su nombre en recuerdo de este buen cubano, que en múltiples ocasiones defendió su identidad delante de las autoridades, así como defendió la libertad de Cuba desde el púlpito en las homilías.
Las ropas que vistió en ese momento de la bendición de la bandera, los atuendos religiosos, se conservan en la catedral y se exponen en una vitrina: la estola, dalmática, casulla, manípulo y capa pluvial blanco con ribetes dorados que fueron quizás sus últimos atuendos de las últimas misas en Bayamo, las huellas de un hombre que fundó la nación.